Por qué damos buenos consejos pero no los seguimos: el papel de las emociones, la psicología y la filosofía

XY NEWS. A todos nos ha pasado: un amigo o familiar nos pide consejo y, desde la distancia, vemos su problema con claridad. Ofrecemos una recomendación sensata, lógica, aparentemente infalible. Pero cuando enfrentamos una situación similar en carne propia, la historia cambia. De pronto, lo que parecía sencillo se vuelve confuso. ¿Por qué es más fácil aconsejar a otros que aplicarnos esos mismos consejos? La respuesta está en nuestras emociones, nuestra percepción y hasta en nuestra filosofía de vida.
La distancia emocional facilita la objetividad
Aconsejar a alguien más implica observar desde fuera. Desde esa posición, no sentimos el miedo al fracaso, la ansiedad por lo incierto ni la presión de las consecuencias. Vemos con perspectiva, sin la neblina emocional que nubla el juicio. Como explica Sheila Establiet, psicóloga del centro de adicciones Reinservida, «cuando es en la vida de otro, no tenemos emociones tan intensas, y eso nos permite tomar decisiones más racionales y objetivas».
Esta distancia emocional es la que permite que el consejo fluya con aparente facilidad. Nos volvemos más pragmáticos, más claros, incluso más sabios. Pero esa claridad se desvanece cuando nos vemos reflejados en el mismo problema que analizamos desde fuera. Entonces, la distancia desaparece y la carga emocional entra en escena.
Cuando el problema es propio, las emociones nublan el juicio
El miedo, la angustia y la incertidumbre son emociones comunes cuando enfrentamos decisiones difíciles en nuestra vida. Carmen, una joven madrileña de 25 años, lo expresa así: «La incertidumbre es lo que más me bloquea a la hora de aplicar mis propios consejos, sobre todo ante la posibilidad de que algo salga mal o no tenga el resultado esperado».
Estas emociones activan mecanismos de defensa que buscan evitar el dolor o el fracaso. Nos paralizamos, dudamos, procrastinamos. Y como señala la psicología, esta rumiación (darle vueltas una y otra vez al mismo pensamiento) y el sesgo de negatividad (centrarnos solo en lo que puede salir mal) son trampas mentales que nos impiden actuar con claridad.
El peso de la responsabilidad y la angustia existencial
El filósofo Joan-Carles Mèlich recuerda que, a diferencia de otros seres vivos, los humanos estamos «condenados a elegir». Esta libertad para decidir también implica ser responsables de nuestras elecciones. Como dijo Jean-Paul Sartre, no podemos no elegir: incluso no decidir es, en sí, una decisión. Y con cada elección viene la incertidumbre del resultado.
Esa responsabilidad genera angustia. ¿Y si me equivoco? ¿Y si las consecuencias son negativas? ¿Y si no puedo volver atrás? Esta carga es inexistente cuando aconsejamos a otro. Desde fuera, no nos sentimos responsables de lo que suceda. Por eso, podemos opinar con más soltura.
La ilusión del control y la necesidad de prudencia
Otro factor que complica la toma de decisiones personales es la ilusión de control. Queremos preverlo todo, evitar cualquier dolor o fracaso. Pero la vida es, en gran parte, impredecible. Como afirma Mèlich, existe la «indisponibilidad»: hay aspectos de la vida que no podemos decidir, como nuestra familia, nuestra nacionalidad o incluso ciertos eventos inesperados.
Para afrontar esta realidad sin caer en la parálisis, el filósofo propone retomar un concepto de la ética aristotélica: la frónesis o prudencia. Ser prudente es actuar sin caer en excesos, ni de miedo ni de confianza ingenua. Es entender que no todo se puede controlar, pero aun así tomar decisiones informadas y responsables.
Herramientas para aplicarnos nuestros propios consejos
Entonces, ¿cómo superar esa barrera emocional que nos impide actuar como buenos consejeros de nosotros mismos? La psicóloga Sheila Establiet sugiere estrategias concretas:
- Lista de pros y contras: Escribir los beneficios y desventajas de una acción ayuda a ver con más claridad. Visualizar las consecuencias positivas puede contrarrestar el sesgo de negatividad.
- Mindfulness: Practicar atención plena, especialmente por la mañana, reduce la ansiedad y mejora la capacidad de tomar decisiones desde un lugar más sereno y consciente.
- Aceptar la incertidumbre: Recordar que no podemos tener el control absoluto de todo lo que ocurre es liberador. Nos permite actuar sin la presión de prever cada posible resultado.
- Buscar una mirada externa: Aunque parezca contradictorio, a veces necesitamos que alguien nos diga lo mismo que nosotros ya sabíamos. Escuchar ese consejo desde fuera puede ayudarnos a tomarlo en serio.
Conclusión: comprender la diferencia emocional es clave
Aconsejar a otros y aconsejarnos a nosotros mismos son procesos emocionalmente distintos. El primero se hace desde la calma y la objetividad; el segundo desde el miedo y la duda. Entender esta diferencia puede ayudarnos a ser más compasivos con nosotros mismos y a tomar decisiones con mayor conciencia.
Aplicarnos nuestros propios consejos no es cuestión de lógica, sino de gestión emocional. Si logramos identificar nuestros miedos, ponerlos en perspectiva y actuar desde la prudencia, podremos cerrar esa brecha entre lo que decimos y lo que hacemos. Así, poco a poco, podremos convertirnos en nuestros mejores consejeros.